viernes, 20 de enero de 2012

EL PORQUÉ DEL 23 F PASO A PASO

La prolongada agonía de Franco, en términos políticos, colocó al país en un estado de parálisis que no hizo sino acrecentar las incertidumbres sobre el futuro. Mientras el estado del enfermo se hacía cada vez más crítico (el 30 de octubre de 1975 sufre un nuevo infarto de miocardio y además una peritonitis), España vivía en una peligrosa situación de vacío de poder, precisamente en un momento en que el Rey Hassan II de Marruecos está a punto de dar la orden a cientos de miles de marroquíes, civiles y desarmados, para que invadan “pacíficamente” el Sahara español en lo que se llamó entonces la `Marcha Verde´, con la que quiso reivindicar la soberanía marroquí sobre el territorio saharaui.

Es entonces cuando Juan Carlos de Borbón, de 37 años, acepta asumir la Jefatura del Estado en funciones, pero sin poder asumir ninguno de los poderes que le son inherentes.

Por otra parte, la solución monárquica decidida por Franco en 1969, cuando designó a Juan Carlos de Borbón como sucesor suyo en la jefatura del Estado a título de rey, no fue bien recibida por prácticamente todos los sectores de la vida política española, tanto dentro como fuera de las estructuras del régimen.
Juan Carlos de Borbón no contaba con el apoyo de los franquistas ortodoxos, que proyectaban para el futuro inmediato mantener a don Juan Carlos completamente al margen de los resortes de poder del Estado, otorgándole el papel de mera representación simbólica de España en el exterior y poco más. Los franquistas no querían a Juan Carlos como sucesor efectivo de Franco y, desde luego, no estaban dispuestos a tolerar que ejerciera el inmenso poder que otorgaban las leyes del régimen y que le permitirían hacer lo mismo que Franco hizo durante toda su vida: gobernar como monarca absoluto.

Los monárquicos tampoco le querían, defendían a don Juan de Borbón, padre del Príncipe, como titular de los derechos de la Corona.

La oposición antifranquista moderada consideraba al Príncipe un mero epígono de Franco y no esperaban de su trayectoria nada que se pareciera remotamente a una apuesta por la democratización del país.
Por su parte, la oposición de izquierda, además de ser antifranquista es históricamente republicana. En opinión de dirigentes tan destacados como el que fue secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, Juan Carlos de Borbón era “una marioneta que Franco manipula como quiere, un pobre hombre incapaz de toda dignidad y sentido político. ¿Qué posibilidades tiene Juan Carlos?... Todo lo más, ser Rey por unos meses”.

Datos que limitan de entrada el campo de apoyo con el que pudiera contar el todavía Príncipe de España, a los que hay que añadir dos elementos políticamente determinantes para calibrar la posible capacidad de acción política de futuro del Jefe de Estado. Uno, el hecho de que el presidente del Gobierno del momento, Carlos Arias, hubiera sido nombrado por Franco para un período de cinco años, de los que sólo llevaba en el cargo dos, lo que aseguraba en principio su mandato hasta enero de 1979. Y otro, que en ese mes de noviembre de 1975 al que nos estamos refiriendo estaba pendiente de renovación un cargo absolutamente clave en la estructura del poder, como era el de presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, ocupado entonces por Alejandro Rodríguez de Valcárcel, y cuyo período de mandato era de seis años. Si para el 26 de noviembre, día en que expiraba el mandato de Valcárcel, Franco todavía vivía, lo más probable es que los popes del régimen aprobaran su renovación como un gesto de continuidad política que, de paso, también aseguraría su propia continuidad.

Por todas estas razones, y aunque los médicos siempre han negado la existencia para que a Franco se le prolongara artificialmente la vida, el que el general siguiera viviendo, aunque fuera sólo respirando, convenía a muchos. Por el contrario, el alargamiento de esa vida, que era poco más que el alargamiento de su muerte, colocaba al Príncipe en una situación cada día más inestable e incierta.

“ESPAÑOLES: FRANCO HA MUERTO”
Sea como fuere, la noticia de la muerte de Franco se hizo pública a las seis de la mañana del 20 de noviembre a través de los micrófonos de Radio Nacional de España.

El ministro de Información, León Herrera Esteban, es el encargado de dar la primera noticia oficial de la muerte del general. Pero es el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, quien se dirige a los españoles a través de TVE para leer el testamento de Franco. El sábado 18 de octubre, pocos días después de que los médicos le informaran de su grave estado de salud, el jefe de Estado redactó de su puño y letra el mensaje que quiso se transmitiera a la población después de que hubiera muerto. Luego, encargó a su hija Carmen que se lo hiciera llegar al presidente cuando llegara el momento.

El texto leído por Carlos Arias a las 10 de la mañana del mismo día 20 de noviembre, contenía una recomendación política que habrá de tener gran importancia, por los efectos directos que produjo años más tarde en la vida pública española: que se preste al Rey el máximo apoyo: “Os pido –decía Franco- que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis en todo momento el mismo apoyo y colaboración que de vosotros he tenido”. Una petición que, para los militares es una orden y, como tal, la van a cumplir. Franco, como jefe supremo de los tres ejércitos, hace con tal recomendación el traslado de su autoridad y de su mando al nuevo jefe de Estado. Tan importante es en aquellos momentos este aspecto de la relación del jefe de Estado con las Fuerzas Armadas, que el día 21 de noviembre, a las 24 horas de la muerte del general y antes, por tanto, de que el Príncipe haya jurado ante las Cortes como Rey de España, el Boletín Oficial del Estado publica el nombramiento de don Juan Carlos de Borbón como capitán general de los tres ejércitos. Significar, al hilo, que el primer acto como Rey de Juan Carlos de Borbón es el envío de un mensaje dirigido a los militares, ya como su nuevo jefe supremo, en el que afirma sentirse orgulloso de saber que cuenta con su adhesión y lealtad.

Esta vinculación en la cadena de mando entre el Ejército y el Rey surtirá su pleno efecto en febrero de 1981 cuando Juan Carlos haga saber a los capitanes generales que se opone al intento de golpe de Estado protagonizado por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y los tenientes generales Armada y Milans del Bosch. El propio Rey ha reconocido años más tarde en una biografía autorizada que el respaldo de las Fuerzas Armadas a su persona resultó durante todo el período de la Transición un elemento esencial: “Si, después de la muerte de Franco, el Ejército no hubiera estado de mi parte… otro gallo hubiera cantado”.

En la madrugada del 21 los restos embalsamados de Franco fueron trasladados al Palacio de Oriente, donde se instaló la capilla ardiente abierta al público (capítulo también previsto en los planes de la Operación Lucero). Las puertas del Palacio se abrieron a las ocho de la mañana del día 21 durante dos días, con sus noches. Cientos de miles de ciudadanos pasaron en dos filas, una a cada lado del ataúd. Las cámaras de TVE, que recogieron esta ceremonia, permiten afirmar que por allí pasaron españoles de toda clase y de muy distinta ideología política.

A las 12,15 horas del 22 de noviembre el presidente del Consejo de Regencia, que a la muerte de Franco se ha hecho cargo de la responsabilidad del Estado hasta el momento de la proclamación del Rey, pide a Juan Carlos el juramento de rigor, el de cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional. Un juramento que parecía atormentar al Rey durante años, porque en su ánimo estaba el propósito de conducir al país hacia un sistema democrático que homologara a España con los países de su entorno europeo. Un reto que, en principio, no se podía alcanzar cumpliendo las Leyes Fundamentales y los Principios del Movimiento (el único partido tolerado por el régimen, en el que se agrupaban distintas facciones de falangistas, tradicionalistas y franquistas). Pero sólo en principio, pues se trataba de un juramento que le obligaba, pero no le ataba ya que las Leyes Fundamentales no son inamovibles. De manera, como siempre insistió su más próximo asesor, el profesor de Derecho Político, Torcuato Fernández-Miranda, que si se respetan los procedimientos legales establecidos, la reforma política a la que el Rey aspiraba para España no solamente sería posible sino que también legal. Aunque muy difícil.

Y de nuevo, en 1975, Juan Carlos repite en las Cortes, esta vez como Rey, el juramento que ya hizo en 1969 como Príncipe de España y sucesor de Franco. Daba comienzo una nueva era en la Historia de España, aunque nadie sabía los derroteros por los que finalmente discurriría el país. Que los propósitos que cada uno tiene para el inmediato futuro pueden ser muy distantes y hasta antagónicos se evidencia esa mañana en las Cortes cuando, después de haber aplaudido largamente al Rey, cuando todavía la Familia Real al completo no ha abandonado el estrado, los procuradores se giran de espaldas y, mirando hacia el palco de invitados, donde estaba sentada Carmen Franco, rompen en un aplauso intenso mientras gritan el nombre de Franco una y otra vez.

El entierro de Franco tiene lugar el domingo 23 de noviembre. El solemne funeral corpore insepulto al aire libre en la Plaza de Oriente fue oficiado por el cardenal primado de España, monseñor González Martín y no por el presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Madrid, cardenal Tarancón, como pretendía y había estado presionando el presidente del Gobierno, Carlos Arias. Tarancón se escabulle y oficia la ceremonia que el quería, la de la coronación del Rey que tendría lugar unos días más tarde. Sin duda, una apuesta política en la que la Iglesia española elige dejar radicalmente el pasado y mirar hacia el futuro.
A las dos de la tarde y once minutos de ese domingo 23 de noviembre, el ataúd con los restos de Franco es depositado en su tumba, excavada a los pies del altar de la Basílica del Valle de los Caídos.

LA RESTAURACIÓN MONÁRQUICA
El 27 de noviembre tiene lugar en la iglesia del monasterio de San Jerónimo el Real la ceremonia religiosa que en el protocolo español hace las veces de coronación de los Reyes. Las numerosas personalidades políticas de los países democráticos occidentales que acudieron debe entenderse como una especie de apuesta condicionada, y con fecha de vencimiento, que las democracias europeas y americana concedieron al nuevo jefe de Estado y al propio país que, en esos momentos, se dispone a tejer un futuro que aún resulta una incógnita.

AMNISTÍA Y LIBERTAD
De forma paralela a la coronación tienen lugar las primeras movilizaciones políticas que lleva a cabo la oposición desde el comienzo de la enfermedad de Franco. Las concentraciones delante de la mayor parte de las cárceles españolas en demanda de amnistía para los presos políticos son duramente reprimidas por la policía. Una amnistía que la oposición democrática exigía fuese total y no parcial o un indulto, como el aprobado el 25 de noviembre por el primer Consejo de Ministros presidido por don Juan Carlos como Rey.
Capítulo aparte, la primera decisión que don Juan Carlos ha de tomar al comienzo de su reinado es de extraordinaria dificultad.  A pesar de heredar los omnímodos poderes que Franco ejerció en vida, en las altas esferas políticas e institucionales se produciría un auténtico sabotaje, que daría al traste con la frágil existencia de la recién nacida solución monárquica, si se tuviera la sospecha de que el joven jefe de Estado tenía el propósito de prescindir de quienes se consideraban piedras angulares de España y de su futuro político. Por eso, para el Rey, la sola opción de sustituir al presidente del Gobierno y además no renovar en su cargo al presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, cuyo mandato expiró la víspera de su coronación, el día 26, se convertía en una operación imposible.

Don Juan Carlos optó por mantener a Carlos Arias como presidente del Gobierno (éste nunca tuvo la menor intención de poner su cargo a disposición del Rey), e intentó situar a Torcuato Fernández-Miranda en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino, encargado de presentar al jefe del Estado una terna con los nombres de los posibles presidentes de Gobierno. Esta era la Ley que, a diferencia de la época de Franco, se cumpliría de manera escrupulosa. Y la razón importantísima para que un hombre cercano a Juan Carlos, suyo, ocupara la presidencia del Consejo del Reino: el futuro inmediato del país ha de pasar por sus manos.

Fernández-Miranda era hombre del régimen, pero no pertenecía a ninguna de las `familias políticas´, por lo que no era querido por ninguna de ellas. El apoyo para sacar a Torcuato como presidente del Consejo del Reino podría haber sido a cambio de asegurar a Arias Navarro en la presidencia del Gobierno.

EL REY GANA LA PRIMERA BATALLA
El 3 de diciembre Torcuato jura sus cargos como presidente del Consejo del Reino y presidente de las Cortes. Desde allí, durante los meses siguientes, pone a punto dos delicadas operaciones. La primera, dirigida a imprimir a las Cortes franquistas el formato necesario para que, llegado el momento, estén en condiciones de respaldar el primer paso para la reforma política, que debería ser sometida a la Cámara. La segunda, lubricar los trabajos del Consejo del Reino para cuando llegue el momento de sustituir a Carlos Arias por el hombre elegido para pilotar dicha reforma. Un hombre que ya tenía perfiles definidos, pero que aún no tenía ni rostro ni nombre.

El Rey había ganado la primera batalla política, no sin ceder en sus pretensiones. De momento era él, y no el pueblo español, el que encarnaba la soberanía nacional; jefe supremo de las Fuerzas Armadas, ejerciendo sobre ellas un mando efectivo, podía presidir y tomar parte activa en los consejos de ministros, promulgar disposiciones con rango de ley… Un inmenso poder que es el que explica, por una parte, los intentos de altos dirigentes franquistas para reducir a Juan Carlos I al papel de mera figura de representación simbólica del Estado; y, por otra, su resistencia radical a ceder los puestos clave del poder a los candidatos reales.
Un escenario que fue desvaneciéndose hasta llegar las elecciones de 1977, en que el panorama cambió de signo y de color. Pero eso nadie lo sabía entonces.

El 13 de diciembre juran sus cargos los ministros del nuevo Gobierno, el primero de la Monarquía; un gabinete heterogéneo en el que coinciden franquistas puros, como el ministro de Trabajo José Solís, con personalidades liberales como el ministro de Justicia, Antonio Garrigues, y un puñado de políticos jóvenes que formaban parte del “archivo vivo” que el Rey se había ido formando años atrás con los nombres de hombres de su generación que pudieran ayudarle a emprender la tarea que proyectaba. Entre ellos, miembros del franquismo reformista, como el demócrata cristiano Alfonso Osorio, o los procedentes del Movimiento Nacional, como Rodolfo Martín Villa o Adolfo Suárez. Pero los verdaderos protagonistas de ese Gobierno fueron el ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, y el vicepresidente para Asuntos del Interior y ministro de la Gobernación, Manuel Fraga. Cada uno de ellos dos, junto con Garrigues, tenían infinitamente más peso político que quien les presidía, Arias Navarro, un hombre que seguía sin poner su cargo a disposición del Rey (se sentía el albacea del legado de Franco).
Las primeras declaraciones del Gobierno apuntaban tímidamente a un proceso reformista de vuelo corto, a años luz de las exigencias defendidas por la oposición democrática.

LA OPOSICIÓN ANTIFRANQUISTA
En ese momento, recién muerto Franco, la oposición antifranquista agrupa sus fuerzas (no completamente), a fin de estar presente y activar el proceso de cambio que se sabía inexorable. El Partido Comunista de España, dirigido por Santiago Carrillo, encabeza desde julio de 1974 la llamada Junta Democrática de España, a la que se sumaron otros partidos como el PSP del profesor Tierno Galván, el Partido Carlista, Comisiones Obreras y diversos grupos regionalistas, además de un puñado de personalidades independientes. Por su parte, el PSOE, liderado por Felipe González, puso en marcha desde junio de 1975 otra plataforma unitaria de oposición, la Plataforma de Convergencia Democrática, a la que se sumaron otros pequeños partidos como Izquierda Democrática, de Joaquín Ruiz-Jiménez; la Unión Socialdemócrata Española, partido fundado por Dionisio Ridruejo y liderado por Antonio García López, el PNV, los sindicatos UGT y CNT, el Partido Carlista (había abandonado la Junta porque ésta no condenaba expresamente la monarquía establecida por las leyes franquistas), el Movimiento Comunista, la Organización Revolucionaria del Trabajo, Esquerra Republicana de Catalunya y el Reagrupament Socialista de Joseph Pallach.

Fuera de estas dos grandes plataformas quedaban algunos grupos liberales, el importante grupo de la democracia cristiana liderado por Gil Robles y la mayor parte de los partidos catalanes, que optan por mantener plataformas únicamente catalanas y no sumarse a los organismos de ámbito estatal.
Tanto la Plataforma como la Junta coinciden en apostar por la `ruptura democrática´ del Estado franquista y por la apertura de un proceso constituyente, aunque difieren en aspectos como la propuesta de una organización territorial de acuerdo con un modelo federal en la defensa del derecho de la autodeterminación. Por lo demás, es evidente la coincidencia en la exigencia de amnistía, reconocimiento de los derechos y libertades públicas y legalización de todos los partidos y sindicatos.

La falta de unidad efectiva entre los dos organismos de oposición, ni siquiera a la muerte de Franco, está en la resistencia y desconfianza de los jóvenes dirigentes socialistas sobre las auténticas pretensiones del Partido Comunista.

En cualquier caso, en aquellos momentos es el Partido Comunista y su reacción ante la Monarquía y el nuevo Gobierno lo que preocupa al poder. Su hostilidad hacia el Rey era manifiesta y más intensa que en el resto de los partidos de la oposición, y además, porque seguía sin alterar sus planes de acción a pesar de los cambios habidos en el país tras la muerte de Franco. Carrillo estaba convencido de que la democracia llegaría a España como resultado de una huelga general, que paralizaría de improviso el país entero y bloquearía a todo el mecanismo de Estado.

La preocupación del Rey era palpable ante la posibilidad de que los comunistas decidieran lanzar un órdago político, sacando las masas a la calle en el momento más delicado para el presente político. Por ello, don Juan Carlos toma una decisión arriesgada, como es, en el más absoluto de los secretos, enviar un emisario personal con un mensaje para Carrillo. La razón del secreto está fuera de dudas: si trasciende en las esferas del régimen que el sucesor de Franco está intentando ponerse en contacto con “el asesino de Paracuellos”, la bestia negra del franquismo desde la Guerra Civil, la continuidad del Rey como jefe del Estado y de la propia Monarquía habría estado seriamente amenazada.

El Rey quiso que Carrillo supiera que él se comprometía a pedir la posibilidad de legalizar al PCE. ¿Cuándo? No había plazo, el proceso necesita tiempo. A cambio, el Rey pidió a Carrillo que cesara en sus ataques a la institución y en las descalificaciones al proceso político que el Rey se proponía poner en marcha. En resumen, le pidió moderación y templanza, paciencia.

En esos días Carrillo se encontraba en París, preparando su entrada clandestina a España. El líder comunista quería controlar desde cerca la aplicación práctica de la estrategia política que el PCE estaba ajustando a la realidad cambiante.

En enero y febrero de 1976, aprovechando que se están negociando alrededor de 2.000 convenios colectivos, se produce un movimiento huelguístico sin precedentes en la historia reciente de España, que afecta a la práctica totalidad del movimiento obrero y de la economía nacional. Las huelgas, en las que participan más de medio millón de trabajadores en toda España, tienen un marcado signo político y han sido preparadas por el Partido Comunista a través de Comisiones Obreras, con el propósito de provocar la caída del nuevo Gobierno y del régimen que lo sustenta. El 5 de enero, víspera de Reyes, se paraliza el Metro de Madrid y en los días siguientes la huelga se extiende a RENFE, Correos, el sector del metal y la construcción.

A finales de febrero la ola de huelgas había remitido en toda España menos en Vitoria, donde el conflicto laboral en `Forjas Alavesas´ se fue extendiendo y enconando hasta culminar en una matanza: 5 trabajadores muertos por disparos de la policía, 45 heridos de bala y un centenar por golpes. En todas las ciudades españolas tienen lugar manifestaciones de protesta; manifestaciones que son nueva y duramente reprimidas por la policía. Resultado: dos nuevas víctimas, en Tarragona y en Basauri. En el País Vasco 400.000 trabajadores van a la huelga general.

La situación, además de humanamente trágica resulta políticamente explosiva. Los ministros aperturistas del Gobierno, Areilza y Fraga, se esfuerzan por vender el proyecto de reforma política que el Gobierno está tejiendo, que incluye el reconocimiento del ejercicio pleno de todos los derechos y libertades públicas y que debería culminar con el establecimiento de un sistema parlamentario basado en elecciones libres por sufragio universal y una constitución democrática como broche final de un proceso que sancionará para España una democracia plena bajo una Monarquía democrática y liberal.

Propuestas que en marzo de 1976 no son más que humo. La realidad es muy otra, es la que habla de huelgas y represión policial, de muertos a manos de la policía y de la actitud rabiosamente inmovilista mantenida por una parte importante del Gobierno, encabezado por el propio presidente, Carlos Arias.
Resulta evidente para la opinión pública y para los medios de comunicación que el Gobierno tenía varias políticas, no sólo una, sino tantas como ministros se sentaban en el Consejo, y que el tan ansiado camino hacia la democracia no se iba a recorrer mientras la dirección estuviera en manos de un franquista convencido.

La oposición democrática negó públicamente cualquier atisbo de credibilidad a los propósitos declarados por algunos de los ministros del Gobierno, advirtiendo al Rey, como responsable último de un Gobierno que él había nombrado: “O las más altas instancias del país se dan cuenta de la gravedad de la situación y toman medidas drásticas para implantar la democracia plena aquí o, de choque en choque y de muerto en muerto, una crisis institucional gravísima nos espera en semanas”.

Lo sucedido en Vitoria y la tensión generada por la actuación gubernamental aceleró el acuerdo entre las dos plataformas de oposición política. El 26 de marzo nace Coordinación Democrática, popularmente conocida como Platajunta. El nuevo organismo rechaza de plano las leyes de reforma que el Gobierno tiene todavía en el telar y reclama una vez más la amnistía política y la libertad sindical, además de seguir defendiendo la ruptura democrática y la apertura de un proceso constituyente como única vía para alcanzar la democracia.

LAS FUERZAS ANTIFRANQUISTAS EN EL PAÍS VASCO Y CATALUÑA
En Cataluña, desde 1973, venía funcionando la llamada Assemblea de Catalunya, integrada por las organizaciones políticas, sindicatos, asociaciones y grupos de sindicatos de distintas posiciones ideológicas, a los que aglutinaba su postura de oposición al franquismo y sus reivindicaciones autonómicas.

En diciembre de 1975 se constituyó el Consell de Forces Polítiques de Catalunya, que sumaba las fuerzas de los partidos políticos organizados como tales en un espectro que abarcaba desde la democristiana Unió Democrática, pasando por la Convergencia Democrática de Jordi Pujol hasta formaciones declaradas independentistas como la Esquerra Republicana, el Partit Socialista d´Alliberament Nacional, o el PSUC, partido comunista muy ligado al PCE. El PSOE, por su parte, no estaba integrado en el Consell. Las reivindicaciones de este organismo unitario incluían, además de la amnistía, las libertades democráticas, la legalización de todos los partidos y sindicatos, el restablecimiento de un gobierno provisional de la Generalitat de Cataluña y la recuperación de los niveles de autonomía reconocidos en el Estatuto de 1932.
El 1 de febrero de 1976 el Consell y la Assemblea convocan una manifestación haciendo una demostración de fuera como nunca se había visto. La movilización ciudadana alcanzó niveles tan espectaculares que la propia policía recogió en su informe interno: “Nunca la oposición al régimen hizo un alarde de fuerza tal y como el desplegado el día de ayer”.

En el País Vasco nunca llegó a existir nada parecido a la unidad de las fuerzas de oposición al régimen. La única exigencia que aglutinaba a la sociedad era la exigencia de una amnistía plena para los presos políticos vascos que, en su gran mayoría, estaban en la cárcel por delitos de sangre. El grito “Presoak Kalera” se convierte en la bandera de los partidos radicales y favorece el crecimiento y la mitificación política de la organización terrorista ETA.

En el País Vasco los partidos de izquierdas de ámbito estatal, como el PSOE, eran considerados por los abertzales “enemigos españolistas”. La división política quedaba establecida en torno a las posiciones nacionalistas. ETA, que contaba con el apoyo de una parte muy importante de la población, que consideraba a la banda como la vanguardia de la lucha por la liberación del pueblo vasco, convierte en algo imposible la unidad de acción y de objetivos de la oposición democrática, como sucedía ya en el resto de España.

Desde los primeros meses de 1976 ETA vino sembrando de sangre la vida política española y continuó haciéndolo, cada vez con más intensidad, en la medida que el país fue dando pasos hacia el establecimiento de una democracia plena. La secuencia de actos terroristas es de tal brutalidad (en poco más de tres meses ETA perpetra 12 asesinatos y 3 secuestros), que el ministro de la Gobernación, Manuel Fraga, acude en marzo a la televisión para lanzar una advertencia: “Sepan los terroristas que, si quieren guerra, la tendrán. El Estado la hará civilizadamente, pero de un modo tenaz e implacable”.

La preocupación del Rey era seria. El Gobierno no arrancaba, los planes de reforma se seguían moviendo en el plano de los futuribles, la inquietud en la sociedad era creciente y en el seno del Gobierno las grietas y desencuentros en entre el presidente y los ministros reformistas eran cada vez más evidentes.

Arias no quería dar pasos en la dirección que se requería, convirtiéndose en una serio obstáculo para los planes del Rey. Pero es que la iniciativa de renunciar debía partir de él ya que, de acuerdo con la Ley, su mandato no finalizaba hasta 1979. Si el Rey intentara destituirle y él opusiera resistencia, no había duda de que eso generaría un movimiento de rebelión del `búnker´, todavía muy bien instalado en los círculos de poder, cuyos efectos podrían acabar siendo insuperables para el jefe del Estado. Arias Navarro hizo oídos sordos a las intenciones que se vislumbraban tras él.
El diagnóstico de las publicaciones liberales, sobre todo los semanarios de información general, es ya implacable. A estas alturas, dicen, la oposición se ha unido, el `búnker´ no se ha rendido, el Gobierno está dividido y su presidente sigue tan inmovilista como de costumbre. La prensa ya da al Gobierno por muerto, políticamente hablando.


LEY DE ASOCIACIONES
Dos hechos políticos de signo opuesto tuvieron lugar el 9 de junio en las Cortes, ambos con una trascendencia importante para el futuro. El primero afectó a uno de los ministros más grises del Gobierno: tenía 43 años, se llama Adolfo Suárez, era uno de los azules (procede de las filas franquistas), es ministro secretario del Movimiento y le tocó defender la nueva Ley de Asociaciones Políticas, una de las leyes incluidas en el proyecto de reforma elaborado por Manuel Fraga. Y le tocó porque Arias no estaba dispuesto a consentir más protagonismo de Fraga y el vicepresidente Osorio, el siguiente en la lista para defender la Ley.

Para sorpresa de todos Suárez hizo esa mañana un discurso memorable, adentrándose sin miedo en la descripción cruda y serena de la auténtica realidad de España. La Ley quedó aprobada por amplísima mayoría, entre otras cosas porque no tenía la carga política de profundidad que tenía el segundo proyecto de ley que, esa misma tarde, el Gobierno tenía intención de someter a la aprobación de la Cámara.


EL FIN DE ARIAS NAVARRO
La sesión de la tarde pasó a la historia por ser el momento en que el Gobierno de Arias Navarro certificó políticamente su defunción. Lo que se sometía a la aprobación de la Cámara no era otra cosa que la consecuencia inevitable de la Ley de Asociaciones aprobada por la mañana, por la que se permitía a los partidos políticos constituirse como tales. El problema es que todos los partidos políticos estaban declarados ilegales y su pertenencia a ellos estaba tipificada como delito y castigada en el Código Penal. De lo que se trataba ahora era de levantar la barrera de la ilegalidad y despenalizarlos. Pero ¿cuál era el límite? ¿Cómo se garantizaban los procuradores franquistas que no se les colara la legalización del PCE (por ahí no pasaban)?. Desconfianza y recelos de muchos procuradores a los que se sumó esa tarde la noticia de que ETA acababa de asesinar a tiros al jefe local del Movimiento en Basauri. La tensión era palpable, hasta el punto de que varios ministros llegaron a proponer que se retirara el proyecto antes de que los procuradores lo derrotaran en la votación, algo insólito en unas Cortes que llevaban décadas de sometimiento a las decisiones de Franco.

Fraga insistió en seguir adelante, pero el Gobierno no se atrevió a asumir el reto y se retira. Para salvar la cara, decide someter a votación únicamente las líneas generales del proyecto de reforma, aunque no su articulado. El Gobierno sufre así una derrota parlamentaria en toda la línea y un fracaso político clamoroso dado que, con el bloqueo de la reforma del Código Penal, todos los derechos reconocidos en la Ley de Asociaciones Políticas aprobada por la mañana pasan a ser papel mojado. Aquel fue el final del Gobierno.
Aquella no era la reforma que quería el Rey, la que podía dar satisfacción a la oposición democrática que, a esas alturas, manejaba un término político más flexible y posibilista para definir sus exigencias: la ruptura pactada. Precisamente por todas estas razones se deja morir al proyecto de cambio político trazado por el ministro de la Gobernación. Al Gobierno de Arias le quedaban exactamente veinte días.

El 1 de julio el Consejo se reúne. El presidente del Gobierno había sido convocado a la una en el Palacio de Oriente. Arias Navarro comprendió pronto de qué se trataba y presentó de inmediato su dimisión.

Cuando los consejeros del Reino acuden esa tarde a una de sus sesiones de rutina, se encuentran con que Fernández-Miranda pone sobre la mesa la noticia de que Arias había dimitido. Les pide que den el `oído´ a dicha dimisión, que lo dan, y les convoca para el día siguiente para empezar a barajar nombres de los candidatos a sustituir a Arias. No había posibilidad para una maniobra obstruccionista. La operación diseñada por Fernández Miranda había funcionado a la perfección.

La dimisión de Arias fue bien recibida por la prensa más progresista y con sorpresa, no alarma, por el franquismo. Las quinielas de candidatos que los medios de comunicación y la clase política manejan giran en torno a dos nombres indiscutidos: Manuel Fraga y José María de Areilza. Suárez ni existe.

El día 3 el Consejo se vuelve a reunir en sesión secreta, esta vez para tomar la decisión final. Torcuato no da ninguna indicación, lo que significaba que el Rey no quería hacer ninguna sugerencia. Poco a poco se van descartando nombres y entre ellos los de Fraga y Areilza. Sin que nadie caiga en cuenta, un hombre gris va pasando los tamices, un hombre procedente del Movimiento, que no molesta a nadie pero con el que nadie cuenta tampoco. Al final, el Consejo del Reino vota una terna en la que hay un representante de los democristianos, Federico Silva Muñoz; un representante de los tecnócratas del Opus, Gregorio López Bravo y, en representación del Movimiento, Adolfo Suárez, que tiene la ventaja de ser joven y de representar la cara moderna del partido único del régimen.

La noticia de que el Rey ha designado a Suárez como nuevo presidente del Gobierno es pésimamente recibida en el país, tanto por la clase política, especialmente de la derecha o del centro, como por los medios de comunicación, unánimes en responsabilizar al Rey de lo que consideraban un error de grueso calibre. Como muestra, un editorial de la revista Cuadernos para el Diálogo: “Una vez más, la política se ha hecho de espaldas al pueblo. La crisis de Gobierno se ha resuelto con métodos franquistas… No pensamos que don Adolfo Suárez sea la persona adecuada para traer la democracia al país y, por consiguiente, creemos que su nombramiento es un error”.

La prensa extranjera está en la misma línea. El editorial del diario conservador francés Le Figaro es buena prueba de las opiniones que comparten los más prestigiosos periódicos europeos: “Estupefacción, decepción, indignación. Juan Carlos ha cambiado un caballo ciego por otro tuerto. Adolfo Suárez no tiene nada de liberal. Se trata en realidad de una revancha, de un progreso de la fuerza del `búnker´ y de los bancos. España se adentra en una era de inestabilidad y, en el exterior, se aleja el espejismo del Mercado Común”.

De forma sorprendente, son los órganos de prensa de los dos grandes partidos de izquierda, el Mundo Obrero, del PCE, y El Socialista, del PSOE, los que otorgan a Suárez y, por elevación, al Rey, el beneficio de la duda. Lo cierto es que el peso político en la vida pública española de estas opiniones era prácticamente irrelevante, entre otras cosas porque se presentaba envuelto en la retórica radical propia de la condición ilegal de esos partidos y de sus muy ideologizadas bases.

SUÁREZ JURA SU CARGO
Adolfo Suárez es consciente de que tiene que actuar con la máxima rapidez para apagar el fuego de la indignación y el desencanto producidos en el país por su nombramiento. El 5 de julio juró su cargo ante el Rey y, al día siguiente, sin haber anunciado la formación de su Gobierno, se dirige a los españoles por televisión, desde el salón de su casa, en un intento de transmitir cercanía. Un esfuerzo que se aprecia también en el contenido de su breve intervención, que abre diciendo que está ahí para “dialogar, escuchar, aceptar propuestas y conseguir, de acuerdo con el mensaje de la Corona, que ninguna causa justa deje de ser oída… El Gobierno que voy a presidir no representa opciones de partido sino que se constituirá en gestor legítimo para establecer un juego político abierto a todos. La meta última es muy concreta: que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles y, para ello, solicito la colaboración de todas las fuerzas sociales del país”.

Lo que estaba claro que España ya contaba con un presidente que emplea el mismo lenguaje y asumía los mismos compromisos que el Rey.

Cuando el 7 de julio se conoce la composición del nuevo Gobierno, los estiletes se afilan de nuevo. El recibimiento que los medios de comunicación, jaleado por los políticos, dedican al nuevo presidente es lo más hostil y humillante que ha pasado por las páginas de la prensa nacional en la reciente historia. De entrada, el hecho de que ninguna de las dos estrellas del anterior gobierno, Fraga y Areilza, sigan como ministros es recibido como una prueba de endeblez del gabinete (lo cierto es que ambos, nada más enterarse de que Suárez había sido el elegido por el Rey, comunicaron por escrito su rotunda negativa a participar en su equipo). Por lo demás, salvo la respetada figura del profesor Fuentes Quintana, que va como vicepresidente segundo y ministro de Economía, lo que se subrayó del equipo elegido para gobernar fue su inexperiencia, mediocridad política y falta de autoridad profesional. De la dureza del recibimiento da idea un editorial de la revista económica Doblón: “Este es el gobierno de la desilusión colectiva. Se llega a dudar de si no habría sido mejor la permanencia de Arias y sus ministros. ¡Quién lo iba a decir!”.

Pero sin duda, la pieza más representativa de todo lo que se dice por aquellos días a propósito del Gobierno de penenes, de profesores no numerarios, como en seguida se le bautizó, corrió a cargo del historiador Ricardo de La Cierva, quien publicó en el recién nacido El País un artículo titulado ¡Qué error, qué inmenso error!, que termina diciendo: “Esto, amigos, ha sido un disparate y sólo un milagro puede salvarlo… Allá por el otoño este gobierno caerá sin plantear siquiera una resistencia. Entonces, la Corona que, a través de la presidencia de las Cortes (alude a la responsabilidad de Torcuato Fernández-Miranda en lo ocurrido), se ha visto seriamente comprometida en la maniobra que hoy nos embarga –cuando todo estaba ganado por Dios, cuando todo el futuro parecía y estaba a mano-, acudirá a la convocatoria de un Gobierno Nacional, el que ahora esperábamos, si no se ve obligada al recurso militar directo”.

Pese a todo, el Rey respaldó plenamente a este grupo de hombres jóvenes dispuestos a ponerse manos a la obra en medio de la incredulidad colectiva, cuando no del desdén.

La presión de la oposición democrática, que no dejó de movilizarse tras la muerte de Franco, se intensifica por esos días para reclamar una amnistía política. Inmediatamente después del nombramiento de Suárez, la Platajunta convoca en todo el país una semana de movilizaciones que tiene una amplísima respuesta. La oposición no admite la fórmula del indulto, sino que exige que las leyes dejen de considerar como delictiva la acción política de los partidos de izquierda.

El 16 de julio, en la presentación de su declaración programática, el Gobierno de Suárez da otro paso adelante en su esfuerzo por abrirse un camino en la consideración ciudadana, al anunciar su propósito de otorgar muy pronto una amnistía “aplicable a delitos y falta de motivación política o de opinión”, que excluye a quienes tengan delitos de sangre, esto es, a los presos vascos encarcelados por terrorismo.

Una declaración que contempla otros elementos políticos de calado, al afirmar “su convicción de que la soberanía reside en el pueblo y proclama su propósito de trabajar colegiadamente en la instauración de un régimen democrático basado en la garantía de los derechos y libertades cívicas, en la igualdad de oportunidades políticas para todos los grupos democráticos y en la aceptación de un pluralismo real”. También declaró su intención de abrir cuanto antes el diálogo con la oposición. Finalmente, el Gobierno daba unos plazos: elecciones generales antes del 30 de junio de 1977 y referéndum previo para someter a los españoles a la aprobación de la reforma constitucional, obligada para que esas elecciones pudieran celebrarse y fueran democráticas y libres.

La acogida de la prensa fue muy favorable. El escepticismo empezaba a dejar paso a la esperanza. 
La oposición empieza a encontrarse ante un dilema: ni puede condenar el contenido de la declaración de intenciones, ni oponerse a que éste se cumpla, ni podía tampoco caer en un aplauso abierto que hipotecaría su estrategia. Así que dio una de cal y otra de arena. Como ejemplo, El Socialista, aseguraba que lo anunciado por el gabinete Suárez no encerraba ningún programa concreto, “promete elecciones generales, pero este es un viejo truco”, al tiempo que, en el mismo ejemplar, recordaba que la comisión ejecutiva de Coordinación Democrática (la Platajunta) se reafirmaba en su programa fundacional, que defendía la apertura de un verdadero proceso constituyente basado en el respeto absoluto a la soberanía popular, y aludía a su voluntad permanente de negociar la apertura de dicho proceso.

Tres días después de que se publicara esta declaración, el Partido Comunista hace su propia y espectacular apuesta. El 28 de julio, en Roma, todos los miembros del Comité Central del PCE, que hasta ese momento habían vivido en la más absoluta clandestinidad en España, se presentan en público y a cara descubierta. Allí, junto a Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri, La Pasionaria, aparecen personas tan conocidas como Marcelino Camacho, Pilar Brabo o el profesor Ramón Tamames.

Los dos mensajes, el de El Socialista y el formulado en Roma, suponen la puesta en marcha de un proceso de cambio político que la oposición necesitaba negociar, ya que sabía que no contaba con la fuerza suficiente para imponer, y que el Gobierno necesitaba imperiosamente pactar porque de lo que carecía es de legitimidad democrática para dirigir el proceso en solitario, legitimidad que sólo la oposición podía proporcionarle.

El 30 de julio, el Gobierno aprobó una amnistía que afectaba a los delitos de intencionalidad política y de opinión y a los delitos de sedición y rebelión militar. La amnistía afectaba, pues, a todos los presos políticos y a los miembros de la Unión Militar Democrática, UMD, formada en 1974 por un pequeño grupo de oficiales preocupados por contribuir a traer la democracia a España (la amnistía no permitía su integración en las filas del Ejercito, de donde fueron expulsados en 1975).

Por lo que se refiere a los presos políticos, la amnistía es recibida por la prensa y la oposición democrática de manera positiva pero cautelosa. Le faltaba algo, el Código Penal aprobado por las Cortes seguía manteniendo fuera de la legalidad al Partido Comunista. Por lo que se refería a los presos vascos, la mayoría con delitos de sangre relacionados con el terrorismo, la medida de gracia excluía esos supuestos; la amnistía, por tanto, no llegó al País Vasco, donde el clima político imperante era de máxima tensión y creciente violencia.

SUÁREZ Y EL REY GANAN CREDIBILIDAD
A pesar de todo, la amnistía es un paso adelante con el que Suárez gana crédito político y en consecuencia el Rey.

De forma simultánea a la acción diaria del Gobierno Suárez desarrolla su propia política personal. Durante los meses de julio, agosto y septiembre de 1976 establece contacto con casi todos los líderes de la oposición democrática. Conversaciones en todo caso que fueron eliminando la incomprensión que su nombramiento había provocado e introduciendo en sus interlocutores la primera duda razonable de si no sería ésta de la negociación de la reforma la vía más segura para alcanzar la democracia.

Los movimientos de aproximación de Suárez produjeron un segundo efecto que preocupaba a Santiago Carrillo: al trasladar a los dirigentes con los que se entrevistaba el mensaje de que su participación en el proceso de transición que iba a iniciarse resultaba capital, también quebraba la frágil argamasa que desde hace unos meses mantenía relativamente unida a la oposición. La solidaridad del resto de los partidos con la reclamación de legalización que mantiene el PCE, y el compromiso asumido por todos de unir su suerte a la de los comunistas, se evaporaría en un instante.

LA REFORMA POLÍTICA
El 23 de agosto de 1976 el proyecto de reforma política anunciado por el Gobierno y alentado por el Rey se convierte en realidad. Adolfo Suárez tenía las manos libres para asumir personalmente la autoría del proyecto y eso es, precisamente, lo que hizo al día siguiente en la reunión del Consejo de Ministros. El Gobierno constituyó una ponencia, a la que se sumó casi la mitad de los ministros, para trabajar sobre el texto. El resultado, un preámbulo que no forma parte de la Ley, pero que la acompaña en términos políticos. Un preámbulo donde se puso de manifiesto que la Ley es la expresión de la voluntad mayoritaria del pueblo, que se ofrece como un instrumento para que sea la voluntad del pueblo soberano para que decida qué clase de reforma desea, con qué profundidad y límites. Una Ley que, en su disposición final dice textualmente tener “rango de Ley Fundamental”. Ello significaba que si llegara a aprobarse por las Cortes, quedarían automáticamente derogadas todas las leyes que se opusieran a ella. En realidad, se oponían todas las demás Leyes Fundamentales del régimen ya que ésta empezaba por establecer el principio de soberanía popular.

Esa fue la verdad, aunque lo que sucedió fue que el Gobierno tuvo la precaución de procurar soslayar reacciones en contra demasiado inmediatas y optó por no incluir en el anteproyecto lo que habría sido obligado: una cláusula derogatoria. Prefirió refugiarse de momento en una cierta ambigüedad. De hecho, sorprendentemente, hasta que no se promulga la Constitución, en diciembre de 1978, las Leyes Fundamentales del Régimen no quedaron formalmente derogadas en España.



El 10 de septiembre el Gobierno aprueba el proyecto de ley para la Reforma Política y ese mismo día Suárez lo presenta por televisión a los ciudadanos, a los que dice que, si quieren, pueden tomar en sus manos las riendas de su destino político. La ley que el Gobierno presentaba era la llave jurídica para, sin la menor vulneración de la legalidad franquista, hacer una reforma que haga posible un vuelco político.
A los militares ultrafranquistas, al margen del asunto del PCE, no les gustaba la trayectoria del Gobierno de Suárez al considerar que estaba traicionando el legado político de Franco. La primera crisis seria por este motivo le estalla a Suárez dentro de su propio gabinete; el 21 de septiembre, el vicepresidente primero y ministro de cartera, teniente general Fernando de Santiago, presentó su dimisión en protesta por el propósito del Gobierno de legalizar en el futuro los sindicatos ilegales, incluido Comisiones Obreras, de inspiración comunista. Suárez resuelve la crisis nombrando al general Gutiérrez Mellado nuevo vicepresidente. Pero parece cometer un error: castigar a De Santiago y decidir su pase a la reserva por hacer pública una carta abierta explicando sus razones para retirarse. Y hace lo mismo con el general Iniesta Cano por publicar otra carta en la que se solidariza con su compañero de armas. La medida resulta ser ilegal y el Gobierno se vio obligado a rectificar y anular el castigo. Un incidente que le valdrá, de ahí en adelante, la hostilidad manifiesta y muy activa del sector más ultra del Ejército.

Mientras tanto, la clase política, de derechas, de izquierda y de centro, se organizaba para estar en condiciones de participar en la marcha del futuro político.

El 23 de septiembre nació Alianza Popular, encabezada por Manuel Fraga, una coalición de pequeños partidos de derecha y extrema derecha, capitaneados por ex ministros de Franco, como Silva Muñoz, López Rodó, Martínez Esteruelas, Fernández de la Mora, Licinio de la Fuente o Thomas de Carranza, a quienes la prensa bautizó enseguida como “Los Siete Magníficos”. Era la representación política del franquismo, pero lo más importante de su nacimiento es que representaba una fuerza extraordinaria, con más de 180 procuradores.

En la zona política de centro, el ex ministro de Exteriores, José María de Areilza, fundó a su vez el Partido Popular, una coalición de derecha liberal que aspiraba a aglutinar a los grupos democristianos, socialdemócratas y liberales.

En octubre, tras grandes polémicas que saltan a la prensa y que ponen de manifiesto las desconfianzas recíprocas entre las distintas formaciones políticas, los representantes de la Platajunta y los de las principales plataformas regionales (menos el Consell catalán, afín a su estrategia de no mezclar la reivindicación catalanista con planteamientos de ámbito estatal), llegaron a un acuerdo y constituyen la Plataforma de Organismos Democráticos, POD, de donde salió el grupo de dirigentes que, en nombre de una parte muy importante de la oposición, negoció con el Gobierno las condiciones mínimas que la reforma debía cumplir para que fuera aceptada por la POD. Condiciones entre las que se contemplaba la legalización, antes de celebrarse el referéndum sobre el proyecto de reforma, a todos los partidos, una amnistía total, la disolución del Tribunal de Orden Público, la derogación de la ley antiterrorista y la igualdad de oportunidades a todos los partidos políticos para estar presentes en los medios de comunicación estatales durante la campaña del referéndum. El Gobierno no hizo el menor gesto de recoger el guante.

El terrorismo volvió a hacer acto de presencia con un asesinato que conmovió a todos y que tuvo una clara intencionalidad política. El 4 de octubre ETA asesinó al presidente de la Diputación de Guipúzcoa, el consejero del Reino Juan María de Araluce. También murieron los cuatro policías que le acompañaban. Este fue el primer atentado de envergadura bajo el Gobierno Suárez y su impacto fue enorme. Fuertemente presionado por la derecha para que declarase el estado de excepción en el País Vasco, el presidente convocó de inmediato un Consejo de Ministros extraordinario. El ministro de Interior, Martín Villa, acudió a TVE y explicó  a los españoles que no se declararía el estado de excepción porque no se iba a caer en la trampa que los terroristas pretendían tender al Gobierno (acción, represión, acción).

A continuación, ETA hizo público un comunicado dejando claras sus intenciones para el futuro: “Nosotros sabemos que la voluntad del pueblo español no es la de conceder la libertad a nuestro pueblo. Proclamamos nuestra voluntad de continuar haciendo justicia revolucionaria”. A partir de ese momento, la banda terrorista sostendrá siempre que los cambios políticos que se operaban en el país ni existían ni significaban nada. Para ETA, España es el enemigo y por lo tanto seguirá matando. Con Franco o sin él, con democracia y sin ella.

LA LEY DE REFORMA A DEBATE
El 16 de noviembre fue un día histórico. Se ponía a prueba la segunda operación de ingeniería política que el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Fernández-Miranda, llevaba poniendo a punto desde su nombramiento. Se trataba que la Cámara donde se sentaban los procuradores de Franco aprobaran una reforma política que desmantelaría el sistema franquista, utilizando los instrumentos que las propias leyes proporcionaban. Si bien los procuradores ultrafranquistas, como Blas Piñas o De la Vega, no supusieron una amenaza importante para el proyecto de reforma, en la medida en que no pertenecían al grupo parlamentario más importante: AP, con más de 180 procuradores. Lo que dijera su portavoz sí que importaba al Gobierno.

El Gobierno era consciente de la necesidad de alcanzar un acuerdo con AP. El día 17 por la noche abre una negociación de urgencia entre la ponencia y el grupo liderado por Fraga Iribarne y llega a un acuerdo. Pero el Gobierno también era consciente de que no podía pactar un sistema electoral que no fuera aceptado por los grupos de la oposición, puesto que si lo hacía y al final la oposición no concurría a las elecciones, esos comicios no serían otra cosa que papel mojado carente de legitimidad democrática.

El 18 de noviembre, los procuradores rubricaron el camino que desembocó en la disolución legal de la estructura jurídica del régimen. Caía el primer gran obstáculo para que el camino hacia la democracia pudiera ser recorrido por los españoles en paz. Aparentemente, el panorama político se despejaba grandemente ese día. Pero no fue así. Al contrario, a partir de ese momento el país entró en una espiral de tensiones políticas, provocaciones y violencia que amenazaba con dar al traste no sólo con el proceso de reforma política, sino con la propia estabilidad del país. La sombra de un nuevo enfrentamiento político entre españoles se hizo dramáticamente presente.

En el corto plazo de 20 días, entre el 18 de noviembre y el 15 de diciembre, fecha del referéndum sobre el proyecto de Reforma Política, se produjeron varios acontecimientos cuyos efectos políticos se suman y que, de todos modos, no fueron más que la antesala de lo que sería inmediatamente después el período más difícil y peligroso de la Transición.

UN AÑO DESPUÉS
El 20 de noviembre, primer aniversario de la muerte de Franco, la ultraderecha se manifestó en la Plaza de Oriente para acusar al Rey y al presidente Suárez de perjuros y traidores. El sector más inmovilista estaba indignado por lo sucedido dos días antes en las Cortes. Los manifestantes reclamaban a gritos que el Ejercito tomara cartas en el asunto y se hiciera cargo del poder.

El día 21 el Partido Comunista se hace un poco más presente y reparte los carnés del PCE a sus militantes: un desafío al Gobierno, si, pero sin duda una buena operación de publicidad con la mirada puesta en la legalización del Partido Comunista antes de las elecciones generales. Exhibición de militancia que no hace sino incrementar ela irritación entre los dirigentes del régimen anterior, aún instalados en los círculos de poder.

El 5 de diciembre, el PSOE, todavía ilegal, celebra en Madrid por todo lo alto su 27º Congreso, el primero que tiene lugar en España desde 1932. Arropando a los jóvenes líderes españoles, asistieron los máximos dirigentes del socialismo mundial. El Gobierno, más que autorizar la convocatoria, lo que hizo fue no impedirla. Para Suárez era importante contar con la aquiescencia y participación del PSOE para llevar a buen puerto su proyecto de cambio político.

Permisividad hacia el PSOE y el resto de los partidos situados a su derecha que no hace más que incrementar la inquietud del líder del Partido Comunista, que consideraba que en la medida que se fuera despejando el futuro particular de cada partido, la soledad política del PCE irá creciendo. La posibilidad de que el Gobierno optara por convocar las elecciones generales habiendo aparcado para más adelante la espinosa cuestión de la legalización de los comunistas, empujó a Carrillo a aumentar la presión sobre Suárez.

EL REFERÉNDUM, UN ÉXITO DEL GOBIERNO
El GRAPO amenazó con asesinar a Oriol si no liberaba a un grupo de presos pertenecientes a partidos de extrema izquierda y de ETA. Ni que decir tiene que en los poderosos círculos del franquismo ortodoxo e inmovilista, ya muy alterados por la aprobación de la Ley para la Reforma Política, el secuestro de Oriol elevó su cólera hasta grados políticamente peligrosos.

En la víspera del referéndum el GRAPO hizo público un comunicado insistiendo en su amenaza de asesinar a Oriol si no se cumplían sus exigencias y, esa misma noche, Suárez acude a la televisión para pedir a los españoles que acudieran a votar y respaldaran la reforma política.

El resultado del referéndum supuso un éxito rotundo del Gobierno como tal, pero especialmente de su presidente y en mayor medida del Rey, cuya implicación en el proceso nadie discute a estas alturas. Los votos del NO, la opción defendida por la ultraderecha, cosecharon un 2,6%, frente al 94,2% que votaron SÍ. La oposición democrática defendió la abstención, puesto que apoyarla hubiera significado tanto como reconocer que viajaban en el vagón de cola del Gobierno. Abstención que alcanzaba el 22% del censo.
El referéndum permitió a Adolfo Suárez sentirse por primera vez respaldado, y políticamente muy fortalecido, por la voluntad ciudadana. Y es precisamente desde esa posición de fortaleza desde la que Suárez accedió a llamar a los representantes designados por los partidos de la oposición democrática para iniciar conversaciones.
Oposición democrática que había elegido a primeros de diciembre una comisión, la llamada Comisión de los Nueve (o de los 10 si acudía un representante sindical), de la que fueron designados dos representantes para solicitar una entrevista con el presidente Suárez: el profesor Tierno Galván y el líder de Convergència  Democràtica de Catalunya, Jordi Pujol, quien, contraviniendo la exigencia de Tarradellas, representante de la Generalitat en el exilio, decidió incorporarse a la plataforma unitaria de la oposición democrática.

Cinco días antes del referéndum, Tierno Galván y Pujol pidieron audiencia a Suárez para entregarle en mano un documento con los siete puntos que la oposición quería negociar con el Gobierno para que el proceso político en curso, el referéndum y las futuras elecciones generales prometidas, tuvieran la legitimidad democrática exigible. Los puntos incluían el reconocimiento de todos los partidos y organizaciones sindicales, el reconocimiento y garantía de las libertades políticas, la urgente disolución del Movimiento, una amnistía política total, la utilización equitativa de los medios de comunicación públicos, la negociación de las normas de procedimiento a que había de ajustarse el referéndum y las futuras elecciones y, por último, el reconocimiento de la necesidad de institucionalizar políticamente a todos los países y regiones del estado español.

Lo cierto es que Suárez no recibió a los dos comisionados hasta una semana después de que el referéndum sobre la Reforma diera el amplísimo respaldo popular que necesitaba el Gobierno para mantener, sin haber tenido que pactar nada con la oposición, la iniciativa política del proceso de cambio.

De forma simultánea a ese proceso de acercamiento y comprobado el respaldo popular a la vía de la reforma, se produjeron en España un puñado de hechos enormemente graves que, una vez más, complicaron extraordinariamente la vida política española, poniendo de nuevo al Gobierno, al Rey y al país entero en una situación de máximo riesgo.

CARRILLO ES DETENIDO
El 22 de diciembre Santiago Carrillo fue detenido en Madrid por la policía y no, como temía tanto él como los demás dirigentes del PCE, por grupos ultraderechistas incontrolados. El Gobierno también se sintió aliviado, aunque no por mucho tiempo. La noticia de la detención se hizo pública y los militantes del PCE se concentraron en la Puerta del Sol pidiendo su puesta en libertad. Pero éste no era el temor de la policía, sino que la ultraderecha intentara atentar contra su vida.

El 30 de diciembre de 1976 quedó en libertad. La bestia negra del franquismo, la encarnación de todos los males que, en opinión de los seguidores de Franco, dieron lugar a la Guerra Civil, pasaba a ser un ciudadano más del país, aunque con un proceso pendiente por liderar un partido ilegal. El mismo día en que Carrillo quedó en libertad, el Gobierno aprobó por decreto-ley la disolución del tribunal de Orden Público, creado por el franquismo para seguir judicialmente con la máxima dureza los delitos de expresión, reunión y opinión, entre otros.

ACERCANDO POSTURAS
El 11 de enero Suárez recibió de nuevo a cuatro representantes de la Comisión de los Nueve, que le plantearon una reclamación taxativa, el derecho a existir de los partidos por su mera voluntad, sin la menor participación del Gobierno y con la sola salvedad de lo que pudieran dictaminar los tribunales de justicia. Un mes más tarde, las normas de registro contempladas en la Ley de Asociación fueron modificadas según tales criterios.

A esas alturas, ya nadie en España tenía la menor duda de que, en medio de la irritación creciente del `búnker´, el Gobierno y la oposición estaban embarcados en un proceso de acercamiento recíproco. Es entonces cuando empezó a ponerse de moda la palabra “consenso”.

SANGRE Y LUTO
El 23 de enero, durante una manifestación convocada en Madrid en demanda de una mayor amnistía, un estudiante cae muerto. Lo mató un miembro del grupo ultraderechista Guerrilleros de Cristo Rey de varios tiros por la espalda.

Al día siguiente, el grupo terrorista de extrema izquierda GRAPO secuestro al teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Si con el secuestro de Oriol fue el sector del inmovilismo franquista el golpeado, esta vez fue el Ejército. Toda una provocación para que el Ejército abandonara su posición de neutralidad venían manteniendo.

Ese mismo día 24 muere otra estudiante, María Luz Nájera, a causa de un bote de humo lanzado por la policía contra los manifestantes que protestaban por la muerte, el día anterior, del joven Arturo Ruiz.
Escribió el periódico Diario 16 en su editorial de ese día: “Como el secuestro de Oriol no produjo el resultado de impedir la celebración del referéndum; como la opinión nacional abrió tajantemente con su voto la marcha hacia la democracia; como la oposición en su gran mayoría da muestras de una sensatez admirable; como este pueblo no se aparta un ápice de su camino hacia la libertad, la provocación debía subir de tono. Y subió ayer, y subió hoy y, si aguantamos este embate, volverá a subir mañana”.

Cuando el editorial estaba todavía imprimiéndose en las rotativas, un nuevo asesinato múltiple sacudió a la sociedad. En la noche de ese lunes 24 nueve personas cayeron acribilladas a balazos por dos pistoleros ultraderechistas. Cinco murieron en el acto y las otras cuatro quedaron gravísimamente heridas. Todos ellos trabajaban en un despacho de abogados laboralistas vinculados al Partido Comunista y a Comisiones Obreras, en la calle Atocha de Madrid.

El sentimiento en toda España es de horror y de miedo. El país estaba siendo víctima de un intento de sabotaje que, desde los dos extremos de la locura política, intentaba acabar con el proceso de transición. Desde la ultraderecha, para que se produjera un choque de violencia máxima y todo volviera a quedar sometido a la represión y al fascio. Desde la ultraizquierda, para ahogar la vía de la reforma en sangre y se hiciera posible la revolución popular soñada. Sin embargo, la serenidad se mantuvo.

Serenidad, sin provocación, que se mantuvo durante el entierro de los tres abogados. Un entierro cuyo ejemplar desarrollo significó que el PCE se ganara la respetabilidad por parte de muchos y, en buena medida, la legalización de unos meses después.

A las 48 horas del funeral y entierro de los tres abogados, el GRAPO asesinó a dos miembros de la Policía Armada y a un guardia civil y deja gravemente heridos a otros tres guardias civiles en dos atentados cometidos a primeras horas de la mañana del 28 de enero en dos sucursales de la Caja Postal de Ahorros de Madrid.

Muchos temían que la situación pudiese haber llegado a más. “Alguien está intentando provocar un golpe militar”, comentó Suárez a sus ministros. El Gobierno no implantó el estado de excepción, aunque sí suspendió durante un mes dos artículos del Fuero de los Españoles para permitir que las detenciones pudieran prolongarse durante un plazo mayor que el legalmente establecido y para que, tanto las detenciones como los registros domiciliarios, no necesitasen durante ese período de autorización judicial.

El sábado 29, y por primera vez en la historia española, los periódicos de todo el país publicaron un editorial conjunto bajo el título `Por la unidad de todos´, en el que se hacía un llamamiento a la unidad de las fuerzas políticas y sociales.

Ese mismo sábado 29, durante la celebración de las honras fúnebres por los policías y el guardia civil asesinados, estalló de nuevo la tensión hasta niveles que alcanzaron la categoría de rebelión militar contra el Gobierno. Ceremonia en memoria de las víctimas que contó con la presencia del vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, y el ministro de Gobernación, Martín Villa. Ambos fueron insultados y se oyeron gritos del tipo “¡El Gobierno los ha matado, Gobierno traidor”, y otros lanzados todos ellos por altos mandos militares y los ultraderechistas de Fuerza Nueva, el Partido de Blas Piñar: “¡Amigos de Carrillo, fuera! ¡Muera Carrillo, viva el 18 de julio!”. Insultados y literalmente avasallados por los presentes, a pesar de los intentos de Gutiérrez-Mellado por imponer su autoridad.

El balance de aquella semana trágica fue el siguiente: 10 personas asesinadas, 15 heridos gravísimos, dos secuestros de Estado y una tensión política y una angustia social indescriptibles. Espiral de sangre y locura respondida por la clase política y la sociedad entera con un enorme esfuerzo de serenidad. El país, sobrecogido, aguantó la provocación sin caer en ella.

El 11 de febrero la policía libera sanos y salvos a Oriol y Villaescusa, secuestrados por el GRAPO. Una buena noticia, quizá la única en todo aquel período trágico, con la que el país deja atrás el momento de mayor amenaza para el proyecto democratizador por el que los españoles habían apostado. La vida pública recuperaba básicamente la vía de la normalidad, amén de las tensiones que quedarían aún por delante.

EL PC SE LEGALIZA
Los trágicos sucesos de diciembre y enero no hicieron más que acelerar el proceso de negociación, acentuando la voluntad de consenso entre el Gobierno y los representantes de la oposición democrática.
Como ya se ha dicho, el 8 de febrero, con la modificación por decreto-ley de la Ley de Asociaciones Políticas, el Gobierno dejó de intervenir en el proceso de legalización de los partidos y la posible declaración de legalidad o ilegalidad de éstos quedó en manos del Tribunal Supremo. En muy pocos días pasaron todos por la ventanilla, de forma que a finales de febrero todos los grandes partidos políticos del país estaban inscritos y legalizados. Todos menos el Partido Comunista, que seguía estando fuera del sistema.

El líder comunista, consciente de la realidad, optó por jugar en solitario sus cartas, las últimas que le quedaban porque el tiempo se acababa. El 11 de febrero, el mismo día de la liberación de Oriol y Villaescusa, el PCE presentó en el Registro de Asociaciones sus blanqueados estatutos, adecuados a la exigencia política del momento. La documentación fue enviada al Tribunal Supremo, en base a los antecedentes que obraban en el Ministerio de Gobernación a propósito del PCE.

A Carrillo ya sólo le quedaba verse a solas con Suárez. De una entrevista entre ambos, cara a cara, dependía el éxito o fracaso de la gran apuesta del líder del PCE, aquella a la que supeditó todos los demás intereses del partido: su legalización antes de las elecciones. Presionaba, pero no lo conseguía, hasta que el 27 de febrero de 1977 celebran, rodeados del más absoluto secreto, un encuentro trascendental. Suárez, pese a los riesgos de la operación y sus devastadores efectos si se llegara a conocer, era consciente de la enorme importancia que tenía para la buena culminación de su proyecto poder contar con la neutralidad o la no agresión del PCE ante las elecciones generales que estaban a punto de convocarse. Sabía que si todo salía bien, la democracia en España sería una soberbia realidad en cuestión de semanas.

Pese a no haber acuerdos, de la reunión si salió la decisión de Suárez de hacer su apuesta más arriesgada y la decisión de Carrillo de responder a ella dando los pasos políticos más trascendentales y peligrosos de la historia del partido. Suárez estaba convencido de que no podía permitirse no legalizar el PCE, pero hacía falta que el Partido Comunista garantizara a su vez la tranquilidad y no reaccionara con agresividad. Carrillo cumplió su palabra.

A partir de ese día todo sucedió de forma rápida en España. El 4 de marzo quedó regulado por decreto-ley el derecho de huelga, el cierre patronal y el despido; el 11 el Gobierno aprobó un nuevo indulto que afectó por primera vez a presos acusados de actividades terroristas; el 18, también por decreto-ley, se aprobaron las normas por las que habrían de regirse las próximas elecciones y el sistema electoral; el 30 del mismo mes las Cortes aprobaron la nueva Ley Sindical, quedando legalizadas las organizaciones hasta ahora ilegales, como UGT, CC OO o la CNT; el 1 de abril el Gobierno disolvió el Movimiento Nacional (a continuación se dio la orden de que entre el 8 y el 9 de abril debían desaparecer de todos los pueblos y ciudades de España el yugo y las flechas, los emblemas del Movimiento); también el 1 de abril el Tribunal Supremo comunicó al Gobierno que se inhibía en el caso de la legalización del Partido Comunista al tratarse, como dijo, de una decisión típicamente administrativa (la responsabilidad del destino del PCE en la legalidad democrática volvió a estar en el terreno del Gobierno, en manos de Suárez); el 9 de abril el Gobierno hizo público un comunicado por sorpresa anunciando la legalización del PCE y su inscripción en el Registro de Asociaciones. El impacto que produjo en el país fue enorme y la conmoción general, no en vano era la prueba política más difícil a la que España se tuvo que enfrentar desde el final de la guerra civil: nada menos que el regreso del Partido Comunista a la vida pública. Una auténtica prueba de fuego. No obstante, los españoles también eran conscientes de que si se superaba, el camino hacia la democracia quedaría definitivamente despejado. La población mantuvo su aliento y permaneció alerta.

La legalización del PCE provocó una crisis de dimensiones dramáticas en el seno de las Fuerzas Armadas. Los mandos militares se sintieron traicionados por Suárez, que en septiembre les había asegurado que no tendría cabida en la legalidad española. En los cuarteles las reuniones se sucedieron a todos los niveles. La más grave es la que tiene lugar en Madrid el martes 12 de abril en el Consejo Superior del Ejército (integraba a todos los tenientes generales con mando), a la que asistieron los más altos responsables del Ejército y de la Guardia Civil y que concluyó un comunicado, que ve la luz dos días después, en el que se expresaba la repulsa general en todas las unidades del Ejército por la legalización del PCE y se advertía que “el Ejército se compromete a, con todos los medios a su alcance, cumplir ardorosamente con sus deberes para con la Patria y la Corona”.

La posibilidad de que el Ejército pudiera haber salido durante esos días a la calle fue una hipótesis muy real. Es entonces cuando el Rey se aplicó concienzudamente a aplacar los ánimos indignados de los mandos castrenses, mientras Suárez, el día 14, el mismo que se hace público el comunicado del Consejo Superior del Ejército, envió una petición perentoria a Carrillo: la aceptación de la bandera roja y gualda, de la Monarquía y de la unidad de España. Y Carrillo cumplió.

El día 15 de abril, en el que se produjeron tan impactantes acuerdos, los periódicos españoles volvieron a sacar, por segunda vez en cuatro meses, un editorial conjunto con el título `No frustrar una esperanza´. Sólo el derechista ABC y el ultraderechista El Alcázar se negaron a suscribirlo. La prensa se sumó una vez más al esfuerzo común y llamó a la serenidad de las Fuerzas Armadas para intentar superar la última gran dificultad antes de llegar a la meta.

Pero aún quedaba más, pues fue el día 15 cuando el Consejo de Ministros convocó las elecciones generales para el 15 de junio.

EL PROCESO CONSTITUYENTE
Los dos meses que transcurren entre la convocatoria y su celebración fueron de una actividad frenética. El Partido Socialista apuraba los pactos con los pequeños grupos que todavía no se habían sumado al PSOE. El PCE se afanaba en intentar mejorar su imagen pública presentándose como un partido moderado y patriota. UCD, el tercer gran partido que se presentaba, no existió como tal hasta el 3 de mayo, mes y medio antes de los comicios.

Suárez, que no tenía partido en el que apoyarse y que iba a presentarse a las elecciones, eligió el Partido Popular de Areilza, que a esas alturas había crecido y se había convertido en una coalición llamada Centro Democrático. La condición expuesta por Suárez fue que el CD prescindiera de su líder y fundador, José María de Areilza. El 3 de mayo Centro Democrático pasó a llamarse Unión de Centro Democrático.
Antes de las elecciones se produjeron hechos  de valor simbólico: el regreso de los últimos exiliados, la renuncia pública de don Juan de Borbón a sus derechos dinásticos y la dimisión de Torcuato Fernández-Miranda de su cargo de presidente del Congreso y del Consejo del Reino. A finales de abril, ya legalizado en PCE, regresaron a España algunos de los personajes míticos de la izquierda: Dolores Ibárruri, Rafael Alberti, María Teresa León o Federica Montseny regresaron a su país juntos con otros cientos de personas después de cuarenta años de exilio.

GANA UCD
Las elecciones de 1977 se celebraron en un clima de absoluta tranquilidad. El 78,3% del censo acudió a las urnas para elegir entre las 583 listas electorales que se presentaron. La victoria fue para UCD, que obtuvo el 34,4% de los votos, 166 escaños. Inmediatamente después el PSOE, con un 29,3% de los votos y 118 escaños. Muy lejos quedó el PCE, con el 9,3% de los votos y 19 diputados, constatando la hegemonía de los socialistas en la izquierda.

La coalición de Manuel Fraga, Alianza Popular, se equivocó en sus cálculos sobre la importancia del “franquismo sociológico”, y quedó cuarto partido con sólo el 8,2% de los votos y 16 escaños. Las fuerzas nacionalistas sí lograron un amplio apoyo en sus demarcaciones: el Pacte Democràtic per Catalunya de Jordi Pujol y Trías Fargas consiguió el 2,8% de los votos y 11 escaños, y el PNV el 1,7% y 8 diputados. En definitiva, sólo 16 partidos, 9 de ellos de ámbito regional, lograron representación parlamentaria. Eso sí, ni la extrema derecha, ni la extrema izquierda, consiguieron representación.

Lo que quedaba meridianamente claro anunciado por la mayoría de los partidos en la campaña electoral, fue que las Cortes que se constituyeran a raíz de las elecciones iban a asumir la tarea histórica de elaborar una nueva Constitución que sancionara, de forma definitiva para España, el sistema democrático.
El 22 de julio las nuevas Cortes celebraron su primera sesión. Era la imagen de un cambio operado en el breve plazo de 20 meses, en medio de grandes turbulencias, posible porque se supo evitar el choque sangriento que durante ese tiempo algunos buscaron sin cesar. Caras conocidas y poderosas durante el franquismo compartiendo con personajes míticos de la España de la República y de la Guerra Civil: Fraga junto a Felipe González, Carlos Arias y Tierno Galván, Marcelino Camacho y Licinio de la Fuente… Los cimientos del nuevo régimen estaban puestos, comenzaba un nuevo tramo.

PRIMER GOBIERNO
El 4 de julio de 1977 Suárez nombró su segundo Gobierno, el tercero de la Monarquía, al que correspondió la tarea de emprender, junto con el resto de las fuerzas políticas, la elaboración de una Constitución. Pero no sólo eso: la catastrófica situación que vivía el país, cuestión que se había ido dejando de lado por la perentoriedad de abordar los acuciantes problemas políticos planteados durante el primer tramo de la Transición, obligó al Gobierno a un pacto entre las fuerzas políticas para tratar de implicarlas de inmediato en la solución del problema. Y una tercera cuestión: la respuesta política a las reclamaciones nacionalistas de vascos y catalanes, que tomaron carta de naturaleza inmediatamente después de las elecciones generales. Procesos todos ellos simultáneos.

De todos modos, el primer movimiento político que Suárez realizó en cuanto supo los resultados electorales fue unificar su propio partido, no sin resistencia de los líderes de las distintas familias que integraban la coalición. Precisamente en la génesis de esta unificación, llevada a cabo contra la voluntad de las partes, estuvo la semilla de la discordia que empezaría a asomar muy pronto en el seno de un partido que, a pesar de mantenerse en el Gobierno, acabó destruyéndose a sí mismo.

El 4 de julio tomó posesión el nuevo Gobierno, el primero de la Democracia, que incluía a los jefes de filas de los sectores ideológicos que convirtieron en coalición a UCD. Lo fundamental en esos momentos era llegar a la Constitución y eso necesitaba de un pacto que permitiera realizar las reformas necesarias para superar la crisis. O se realizaban las reformas o la Constitución podía quedar en entredicho por una crisis gravísima que podría llevar a la suspensión de pagos del país o a una inflación galopante que, quizá, hubiera impedido hacer la Constitución. Un acuerdo básico con el que se podía intentar garantizar que el clima social se mantuviera dentro de unos ciertos parámetros de tranquilidad, que permitiera a las fuerzas políticas dedicarse de lleno a la trascendental tarea de elaborar la Constitución de la democracia.

El 27 de octubre el Congreso ratificó los llamados Pactos de la Moncloa, la versión socio-económica del proceso político de la Transición. Pactos que incluían dos tipos de compromisos. De una parte, las medidas de saneamiento urgente de los niveles de inflación y de la desequilibrada balanza de pagos. De otra, las reformas necesarias para que el coste de la crisis fuera soportado de una manera algo equitativa.
Esos acuerdos, criticados por la oligarquía financiera (consideraba que el Gobierno había cedido ante los partidos de izquierda), y aceptados con grandes costes por las grandes centrales sindicales (tuvieron serios problemas para explicar a sus bases la aceptación de la moderación salarial, cuando el aumento del coste de la vida les hacía perder poder adquisitivo, y que hubieran admitido que el Gobierno diera prioridad a la lucha contra la inflación en detrimento del empleo -el índice pasó del 6,3% en 1977 al  10% en 1978-), permitieron evitar las convulsiones sociales propias de una situación de grave crisis, que hubieran hecho imposible la consolidación del cambio y la redacción de una Constitución que se hizo por consenso.

EL PROBLEMA AUTONÓMICO
Dar satisfacción a las reivindicaciones autonómicas, dentro de la irrenunciable unidad de España, fue el segundo reto de Suárez tras las elecciones. El fenómeno que se inició con Cataluña, con la que nació el embrión de la España de las Autonomías, y siguió con el País Vasco, se fue generalizando. De esta forma, se fue dibujando en el mapa político una España de las preautonomías, con sus correspondientes estatutos propios, que ningún intento posterior de frenar el proceso logró luego desmontar. Así, muchos meses antes de que la Constitución fuera refrendada por los españoles, funcionaron ya 14 preautonomías, incluida la Navarra, que durante el franquismo conservó su foralidad. Una realidad que condicionó el modelo de Estado que la Constitución tuvo que diseñar.

LA NECESARIA CONSTITUCIÓN
El tercer y decisivo reto que el Gobierno, junto con las fuerzas políticas con representación parlamentaria, afrontó en este segundo tramo de la transición a la democracia fue la elaboración de una Constitución. Un reto cuya superación se inició con la votación de la formación de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas, la conocida como Comisión Constitucional.

Fue una ponencia salida de la propia Comisión Constitucional la que se encargó de preparar el borrador. Ponencia que quedó constituida el 1 de agosto: 3 diputados de UCD, 1 del PSOE, 1 del PCE, 1 de AP y uno de la minoría catalana. Los vascos no estuvieron en la ponencia.

El objetivo prioritario es que la Constitución fuera hecha entre todos y para todos. Una voluntad de amplio consenso que acabó imponiéndose, pero que estuvo en peligro puesto que, desde el sector más conservador del partido centrista y desde la propia derecha de AP (sumaban los votos suficientes para sacar adelante el articulado que mejor consideraran), se interpretó que el consenso que Suárez defendía no era más que la cesión a los planteamientos de la izquierda.

Cuestiones como la forma política del Estado, su confesionalidad o aconfesionalidad, el divorcio o la pena de muerte fueron objeto de encarnizados debates, a pesar de lo cual las sesiones transcurrieron con una cierta tranquilidad hasta el 22 de noviembre. Ese día, la revista Cuadernos para el Diálogo publicó el contenido de los 39 artículos que formaron parte del primer borrador constitucional, cediendo a El País y La Vanguardia la publicación del texto completo. Cuando se conoció el contenido de los trabajos estalló un escándalo mayúsculo en el seno de determinados ámbitos: voces airadas desde la derecha porque el texto hablaba de nacionalidades, no dejaban claro si se iba o no a proteger la libertad de enseñanza y, encima, los socialistas emitieron un voto particular a favor de la República como forma de Estado; los sectores próximos a la iglesia reaccionaron indignados al comprobar que se establecía la no confesionalidad del Estado y ni siquiera se mencionaba a la iglesia católica; los empresarios clamaron contra la inclusión de un artículo que admitía la intervención del Estado en la marcha de las empresas cuando el interés general así lo requiriese; además del impacto que produjeron algunas voces de personalidades influyentes como la del filósofo Julián Marías, advirtiendo de los “riesgos” que corría el país.

Se trataba sólo de un borrador de anteproyecto, pero todos los sectores sociales se pusieron desde ese momento en guardia y se prepararon para influir en el texto. Mientras, en el seno de la ponencia, la tensión política era enorme; cada partido tiraba de la cuerda con la fuerza que le daban los votos esgrimidos en las elecciones, aunque con la prudencia para evitar una ruptura.

El 5 de mayo de 1978 el anteproyecto de Constitución entró en la Comisión Constitucional, cuyos miembros coincidían en la necesidad de evitar la impresión de graves desencuentros. Hubo momentos críticos, como cuando se discutió el artículo que hablaba del derecho a la vida, e incluso se llegó a romper el consenso por parte del PSOE, tras la presentación de una enmienda de UCD que venía a proponer la posibilidad de suspenderse ciertos derechos fundamentales cuando las circunstancias así lo exigieran.

Pero las razones de peso que rodeaban el proceso, centradas en alcanzar una democracia parlamentaria equiparable a cualquiera de las democracias europeas, no permitían partidismos ni aislamientos, provocando que la estrategia de UCD girara 180%. Fue entonces cuando comienzan los llamados “pactos del mantel”, sesiones secretas y maratonianas que empezaron en un restaurante madrileño y se sucedieron en las casas particulares y los despachos de los diputados, en las que se negociaba y pactaba lo que la Comisión aprobaba horas después.

El recuperado consenso volvió a estar en numerosas ocasiones en peligro, pero siempre logró salvarse (abolición de la pena de muerte, enseñanza, la inclusión del término nacionalidades, la estructura territorial del Estado, el divorcio, la mayoría de edad…). Quedaba, sin embargo, sin resolver el encaje constitucional de los planteamientos de los nacionalistas vascos. La discusión fue larga. Los nacionalistas querían, en esencia, que la Constitución reconociese explícitamente la soberanía del pueblo vasco y admitiese, por tanto, la existencia de un derecho anterior y al margen de la propia Constitución. Al final, el Gobierno dejó claro que no consentiría que los derechos históricos vascos se situaran al margen y por encima de la Constitución.

La respuesta, un nuevo atentado de ETA, el 21 de julio, horas antes de que el Congreso se dispusiera a votar el proyecto de Constitución como paso previo a su envío al Senado. La banda terrorista asesinó en Madrid al general Sánchez Ramos y a su ayudante, el teniente coronel Pérez Rodríguez, la segunda y tercera víctimas militares de los terroristas en tiempo de democracia. Una `provocación´ de ETA con la que creció el temor a una reacción violenta de los militares, ya muy incómodos ante determinados artículos constitucionales, que consideraban podrían poner en peligro la unidad de España que habían jurado defender, y alarmados por la generalización de los regímenes preautonómicos.

El Congreso votó ese día la Constitución, aunque la cosa no acabó ahí. Al día siguiente, el 22 de julio, durante el funeral por los dos militares asesinados celebrado en el Cuartel General del Ejército, estallaron gritos de “¡Gobierno asesino!”, “¡Gobierno traidor!”, además de palabras deseando daño para Gutiérrez Mellado, en aquellos momentos metido de lleno en un proceso de reforma y modernización de las Fuerzas Armadas que levantaba ampollas y hostilidad entre gran parte de los altos mandos. Los gritos de “¡Guti, traidor, masón!” se mezclaban con las constantes apelaciones de “¡Ejército al poder!” que, desde la muerte de Franco, hacía la ultraderecha para azuzar un golpe de Estado.

Este era el frágil ambiente político en el que se desarrollaron los trabajos constitucionales desde su mismo comienzo, evidenciado por las tentaciones favorables de la cúpula militar, de fidelidad franquista, a la idea de golpe de Estado. De ahí, los incidentes de rebelión e indisciplina que se produjeron contra Gutiérrez Mellado durante el funeral del general Sánchez Ramos.

Desde el 18 de agosto hasta el 5 de octubre el texto constitucional fue debatido en el Senado, produciéndose un intento desesperado por encontrar una fórmula que hiciera posible que los nacionalistas vascos aceptasen el texto constitucional. No fue posible, el PNV liderado por Carlos Garaikoetxea no aceptó.

El 31 de octubre, en sesión separada, Congreso y Senado votaron el texto de la Constitución. Acababa de ponerse en pie la primera Constitución española elaborada con el masivo respaldo, excepción hecha del PNV, de todas las fuerzas políticas con representación parlamentaria, con el acuerdo de todos los españoles.

6 DE DICIEMBRE, EL REFERÉNDUM
El 6 de diciembre la Constitución se sometió a la aprobación de los españoles. Acudieron a las urnas el 67,1% de los ciudadanos: el 88,54% votó `sí´ y el 7,89% `no´. En el País Vasco el PNV recomendó a sus simpatizantes que no acudieran a votar. Allí, la abstención fue del 55,35%, mientras que el 70,24 de los que acudieron a las urnas dijeron `sí´ y el 23,9% votó `no´.

El 27 de diciembre el Rey promulgó la Constitución en sesión conjunta de las Cortes. La transición política a la democracia quedaba cerrada.


Bien es cierto que al país aún le quedaba por padecer muchos sobresaltos impropios de las democracias consolidadas.

El 28 de diciembre de 1978, el mismo día en que entró en vigor la Constitución, Adolfo Suárez anunció la disolución de las Cámaras y la convocatoria de las elecciones generales para el 1 de marzo y de elecciones municipales para el 3 de abril.

En realidad, la primera legislatura de la democracia debió durar hasta junio de 1981, pero dos factores determinantes confluyeron en la decisión del presidente: por una parte el PSOE reclamaba la convocatoria inmediata, avalados por los resultados de los comicios de junio de 1977 –tenían prisa por ocupar el poder-, y por otra, el propio Suárez, consideró que debía aprovechar el buen momento que para su prestigio político supuso la aprobación de la Constitución. Además, para Suárez, había llegado el momento de hacer su propia política, con la que aspiraba personalmente a ocupar un espacio situado a la izquierda del centro, disputándoselo al PSOE.

La campaña electoral de 1979 fue muy distinta a la de 1977 en todos los partidos, especialmente en el caso del PSOE, que había absorbido el PSP de Tierno Galván y aspiraba en ese momento a gobernar España. Algo que no sucedió. Los mensajes del PSOE tratando de situar a UCD claramente en la derecha política y recordando el origen franquista de Suárez, no fueron suficientes para superar el golpe de gracia televisado asestado por el presidente del Gobierno justo antes de la jornada de reflexión. Una comunicación que se contempló dentro de los espacios televisados que correspondían a los líderes políticos, en la que Suárez advirtió de los peligros que corría el país si ganaba el PSOE.

ELECCIONES DE 1979
Los comicios, con una participación del 68,04%, se saldaron con el triunfo de UCD, que cosechó el 34,8% de los votos y 168 escaños, seguido por el PSOE con el 30,4% de los ciudadanos y 121 escaños. El PCE logró 23 escaños. Coalición Democrática, el nuevo grupo de derecha moderada puesto en pi por Fraga sufrió un descalabro de grandes proporciones.


En cuanto a los partidos nacionalistas, el PNV logró 7 escaños, Convergencia i Unió 8, el Partido Andalucista 5 y Herri Batasuna, coalición independentista radical vasca, nacida el año anterior, obtuvo 3 escaños, pasando a ser la segunda fuerza nacionalista más votada en el País Vasco. En las tres provincias vascas, el partido gubernamental quedó en tercer lugar.

ÚLTIMOS GOBIERNOS DE UCD
Tras las últimas elecciones el consenso había terminado y con él la Transición, abriéndose una etapa de confrontación política propia de los sistemas democráticos. La nueva etapa entró de la mano del que se conoce como primer escándalo de la democracia. Lo protagonizó Suárez en la misma sesión de su investidura al negarse a celebrar el obligado debate antes de la votación, sin duda el preludio de las múltiples dificultades con que se enfrentó Adolfo Suárez en el nuevo Parlamento.

Inmediatamente después de la investidura, los españoles volvieron a ser convocados a las urnas el 3 de abril, aunque esta vez en elecciones municipales. Comicios que, con una abstención del 40%, dieron la victoria a UCD con el 31,3% del voto, 29614 concejales y 3.974 alcaldes, seguido del PSOE con un 27,9%, 12.220 concejales y 1.130 alcaldes. El PSOE consiguió un acuerdo postelectoral con el Partido Comunista y situó en los ayuntamientos más importantes a los candidatos de la izquierda. Este fue su primer paso en el camino hacia el poder.


A esas alturas, las divisiones internas de UCD eran de dominio público. Suárez sabía que gobernaba sobre una formación ideológicamente heterogénea, carente del menor sentido de la disciplina del partido.
El 5 de abril Suárez formó su tercer gobierno prescindiendo de los llamados `barones´. Lo único que obtuvo fue la irritación de los jefes de fila que, a partir de ese momento, acentuaron las diferencias entre los sectores ideológicos que operaban en el seno de UCD. El liderazgo de Suárez comenzaba a ser discutido. Los `barones´ centristas objetaban cada vez más la manera personal y autoritaria con la que Suárez y su número dos, Abril Martorell, ejercían la dirección del Gobierno y de su partido.

OFENSIVA TERRORISTA
Si en 1978 ETA asesinó a 68 personas, en 1979 segó la vida de 85 y en 1980, el más sangriento de la democracia, la banda causó la muerte de 100 víctimas. Su objetivo preferente en esos años fueron los representantes de las Fuerzas Armadas, de la Policía y de la Guardia Civil.

La irritación de la cúpula militar iba en aumento, tanto por los ataques de que estaban siendo víctimas como por la deriva de la vida política española y, de manera especial, por la política de reformas y nombramientos que el vicepresidente primero, teniente general Gutiérrez Mellado, estaba poniendo en práctica.

Las escenas de indisciplina, los insultos al Gobierno y la incitación al golpe de Estado, que se repetían desde hacía tiempo en los funerales por los militares, guardias civiles o policías asesinados, se reproducían cada vez con mayor virulencia, con la tolerancia y muchas veces la complicidad de los mandos.

Hacía tiempo que se hablaba de “ruido de sables” y, aunque los españoles todavía no lo sabían, en los escandalosos incidentes que acompañaban a las honras fúnebres de los asesinados por ETA aparecen ya los rostros y nombres de quienes, a no mucho tardar, intentarían asestar a la democracia el golpe definitivo. En el funeral del general Hortigüela, quien encabezó el grupo de militares y civiles que insultaron al Gobierno y reclamaron el poder para el Ejército, fue el comandante Ricardo Pardo Zancada. A pesar de los extremismos de uno y otro, la consolidación del sistema continuó su marcha, de igual forma que la actividad política del país.

LOS ESTATUTOS
En junio de 1979 se iniciaron en Madrid las negociaciones sobre el estatuto de autonomía del País Vasco. Estas se cerraron en la madrugada del 17 de julio en la sede de la Presidencia del Gobierno y el 21 del mismo mes el Congreso aprobó el texto final del estatuto de Guernica. Negociaciones que adquirieron ribetes dramáticos cuando el 3 de julio un comando de ETA, en el que participaba Arnaldo Otegui, intentó secuestrar al ponente constitucional de UCD Gabriel Cisneros y, como no lo consigue, le tiroteó hasta dejarlo moribundo

Inmediatamente después, comenzaron las negociaciones sobre el proyecto de estatuto catalán, aprobado por el Congreso el 14 de agosto.

Los refrendos de aprobación de ambos estatutos, vasco y catalán, fueron convocados para el 25 de octubre, antes incluso de que se aprobase por el Parlamento la Ley Orgánica que establecía las condiciones que tenían que cumplirse en las distintas modalidades de referéndum que la Constitución preveía, lo cual era buena prueba del grado de urgencia política que movía a vascos y catalanes para tener definitivamente asentado el instrumento político que sancionase sus aspiraciones de autonomía. Y, sin embargo, ambos refrendos cosecharon altos índices de abstención. En el País Vasco alcanzó el 41,16%; de los emitidos, el 90,2% fueron afirmativos. En Cataluña, la abstención fue del 40,30%, con un 88,15% de “síes”.
Galicia primero y luego Andalucía sufrieron los bandazos del gobierno de Suárez, en esta ocasión, en octubre de 1979, contrario a la generalización autonómica y partidaria. El Gobierno decidió congelar de momento el estatuto gallego (Galicia era la tercera comunidad considerada histórica y, en consecuencia, tenía derecho a un estatuto y condiciones de autonomía equiparables a Cataluña y País Vasco), y que Andalucía entrara, con el resto de las regiones españolas, en el nivel de segunda fila de las competencias estatutarias.

La política autonómica navegaba a la deriva tras el frenazo impuesto al proceso a partir de octubre. Gallegos y andaluces acabaron ganando la contienda, pasando una importante factura política al gobierno de UCD. Sin duda, el mayor beneficiado en el caso andaluz, cuyo referéndum se celebró el 28 de febrero de 1980, pese a todas las artimañas del Gobierno para sabotear el proceso, fue el Partido Socialista: el Gobierno perdió todo el respaldo de una población que, a partir de ese momento, se echó en los brazos socialistas.

En marzo se celebraron las elecciones autonómicas en Cataluña y País Vasco, en las que UCD sufrió sendas estrepitosas derrotas. En el País Vasco, donde el peneuvista Carlos Garaikoetxea fue elegido presidente del gobierno autonómico, el partido del Gobierno pasó a ser la quinta fuerza, mientras los electores catalanes, que auparon al líder de CIU, Jordi Pujol, al frente de la Generalitat, dejaron caer a UCD hasta la cuarta posición. En Galicia, la tensión política crecía por momentos.

Mientras tanto, el terrorismo continuaba con su escalada de atentados; en los cinco primeros meses de 1980 había ya asesinado a 39 personas. Y, para culminar el desastre, las disensiones en el seno del equipo gubernamental llegan a ser tan insoportables que culminan con la dimisión de los ministros de Comercio e Industria por incompatibilidad con su vicepresidente, Abril Martorell. Suárez intentó cambiar a su número dos, pero éste le ganó la partida: no sólo no se fue, sino que además exigió un cambio de Gobierno. Estalló entonces una crisis ministerial que tardó veinte días en resolverse.

MOCIÓN DE CENSURA
El nuevo gabinete, que no duró más que cinco meses, se hizo público el 2 de mayo y Suárez expuso su programa de Gobierno ante el Congreso el 20 de ese mes. Al día siguiente saltó la sorpresa: Felipe González anunció una moción de censura contra Adolfo Suárez con el argumento de que estaba “suficiente probada” la incapacidad del presidente y su Gobierno para presidir los destinos de la nación. Suárez no fue capaz de reaccionar.

Como estaba previsto, el PSOE perdió la moción, pero el efecto de erosión política sobre el Gobierno resultó demoledor. La cuesta abajo del presidente y de su Gobierno era imparable. Pero el calvario de Suárez aún no había terminado. En la primera semana de julio los miembros de la cúpula directiva de UCD asestaron a su presidente el golpe más humillante que un líder político puede encajar. Fue el 7 de julio, durante la que se conoce como reunión de “la casa de la pradera”, una casa de campo que el Ministerio de Obras Públicas tenía en Manzanares el Real, cuando Suárez recibe por parte de alguno de los líderes centristas el mensaje de: o bien acepta compartir el poder, o ellos le declararían la guerra. Otros pusieron en duda, ante su propia persona, su capacidad y competencia no sólo para dirigir el partido sino también el Gobierno.

En septiembre Suárez se plegó a las exigencias de sus compañeros e hizo una nueva crisis de Gobierno para meter en él a todos los `barones´. Pero ya todo era inútil. La rebelión estalló en otoño también dentro de su grupo parlamentario. Los contactos de importantes diputados centristas con otras formaciones políticas para negociar su incorporación empiezan a ser moneda habitual.

Y, por lo que se refiere al frenazo autonómico, Suárez, profundamente debilitado, presionado y discutido desde dentro de su partido, además de acosado de forma tenaz por los socialistas, también cedió.
En septiembre, Suárez llegó a un acuerdo con Felipe González, aceptando modificar la Ley Orgánica del referéndum para que Andalucía, por fin, pudiera acceder a su autonomía por la vía del artículo 151 de la Constitución. También aceptó renegociar el texto del estatuto gallego que el Gobierno había tratado de imponer en noviembre de 1979 y que era extraordinariamente restringido en sus competencias.


El 26 de enero Suárez comunicó a sus colaboradores más próximos su decisión de renunciar. El día 27 informó al Rey y el 29 de enero acudió a la televisión para anunciar públicamente su retirada.

Su dimisión produjo un gran impacto en la opinión pública, aunque no desolación. Lo cierto es que el clima político que se respiró en el país tras su dimisión fue casi de alivio, aunque también de incertidumbre. El editorial que Diario 16 publicó el día siguiente, 30 de enero, es una buena muestra de la opinión compartida por los medios de comunicación: “Con mayor generosidad y menos sangre fría de lo que a menudo hemos supuesto, Suárez mismo ha terminado por aceptar lo que todo el país se gritaba a voces desde hace tiempo: los mecanismos que sirvieron para desmontar de manera tan eficaz el franquismo estaban fracasando estrepitosamente a la hora de construir el nuevo Estado”.

CALVO SOTELO
El mismo día que Suárez comunicó a sus más allegados colaboradores que abandonaba, también les explicó su deseo que fuera Leopoldo Calvo Sotelo, destacado miembro de UCD que había ocupado tres carteras ministeriales en sus sucesivos gobiernos, su sucesor.

La resistencia en el sector crítico volvió a aflorar, aunque fueron superadas. El 10 de febrero de 1981 el Rey propuso a Calvo Sotelo como candidato a la presidencia del Gobierno. La sesión de investidura quedó fijada para el día 18.

Antes de que eso sucediera, un acontecimiento encrespó aún más el enrarecido clima político producido por la crisis del Gobierno y la evidencia repetida de las disensiones que azotaban al partido que sustentaba a ese Gobierno. El 3 de febrero los Reyes hicieron su primera visita oficial al País Vasco, que inician en Vitoria. Ese mismo día, el ministro de Defensa nombró segundo jefe de Estado Mayor del Ejército al general Alfonso Armada.

El 4 de febrero los Reyes presidieron un acto en la Casa de Juntas de Guernica, al que asistieron todos los representantes de las instituciones vascas. Cuando don Juan Carlos estaba pronunciando su discurso, los diputados de Herri Batasuna interrumpieron sus palabras con gritos contra el Rey y contra España. Los perturbadores fueron expulsados de la sala y el Rey terminó su discurso diciendo: “Frente a quienes practican la intolerancia, desprecian la convivencia, no respetan las instituciones ni las normas elementales de la libertad de expresión, yo quiero proclamar una vez más mi fe en la democracia y mi confianza en el pueblo vasco”.

El incidente dejó en muchos sectores, especialmente en los militares, la convicción de que lo sucedido constituía una gravísima afrenta al jefe del Estado y, por extensión, también a España.

El 18 de febrero Calvo Sotelo leyó su discurso como candidato de UCD a la presidencia del Gobierno. Durante los días 19 y 20 tuvieron lugar los debates. En la primera votación, a Calvo Sotelo le faltaron siete votos para conseguir la mayoría absoluta necesaria para ser investido en la primera vuelta. En consecuencia, se convocó nueva sesión plenaria para el lunes 23 de febrero.


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1 comentario:

  1. El por qué del 23-F es como una biblia. Tienes que estructurarlo de tal manera que sea más fácil leerlo.
    Ana.

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